Deberes de los administradores de las sociedades de capital

Autor: Amanda Cohen Benchetrit, Alfonso Muñoz Paredes, Álvarez Royo-Villanova, Segismundo
Fecha: 19/04/2023
Duración: 1.008 Páginas, libro papel + formato electrónico
Precio: 126.32€
120.00€ (I.V.A. Incluído)
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Autores
Amanda Cohen Benchetrit | Magistrada especialista CGPJ en asuntos de lo mercantil
Alfonso Muñoz Paredes | Magistrado especialista CGPJ en asuntos de lo mercantil
Álvarez Royo-Villanova, Segismundo | Notario
Ara Triadú, Carlos | Socio Cuatrecasas
Cerdá Albero, Fernando | Catedrático de Derecho mercantil
De la Puente de Alfaro, Fernando | Registrador Mercantil
Embid Irujo, José Miguel | Catedrático de Derecho Mercantil
Fachal Noguer, Nuria | Magistrada especialista CGPJ en asuntos de lo mercantil
García-Villarrubia Bernabé, Manuel | Abogado. Socio de Uría Menéndez
Hierro Anibarro, Santiago | Catedrático de Derecho Mercantil
Marqués Mosquera, Cristina | Notaria de Fuenlabrada
Viera González, Jorge | Catedrático de Derecho Mercantil
En esta obra colectiva se abordan los temas de más actualidad que surgen en el nuevo marco societario sobre los deberes fiduciarios de los administradores de las sociedades de capital, tales como los derivados de las exigencias del gobierno corporativo sostenible, los deberes de los administradores en operaciones de M&A o la nueva configuración del deber de diligencia.

  • Deberes de los administradores de sociedades de capital entre la Ley y el soft law.
  • Deberes generales de los administradores de las sociedades de capital.
  • Deberes de los administradores de las sociedades de capital en crisis.
  • Responsabilidad de los administradores de las sociedades de capital.
  • Proyección de los deberes de los administradores en los socios.
Prólogo
1. El libro versa, como anuncia su título, sobre los deberes de los administradores de las sociedades de capital. Se trata de una obra, bien dirigida por Amanda Cohen y Alfonso Muñoz Paredes. Aunque no es propiamente un estudio sistemático de la materia, contiene una serie de trabajos referidos directamente al régimen legal de los deberes de los administradores, donde se analiza en qué consisten y sus implicaciones, así como el régimen de responsabilidad. Además, hay otros trabajos complementarios que inciden más indirectamente en esta materia, al proyectar estos deberes a situaciones de proximidad a la insolvencia, de refinanciación, de liquidación extraconcursal, etc.
El resultado es una obra muy completa que, además de analizar las cuestiones básicas y centrales, contiene el estudio complementario de problemas más específicos, que por ser objeto propio de un artículo, son analizados con mayor precisión y profundidad.
2. En la regulación legal de los deberes de los administradores de una sociedad de capital se observa una evolución, que va desde una formulación general a una especificación más detallada de su contenido. Por ejemplo, es muy significativo el art. 79 de la Ley de Sociedades Anónimas de 1951 cuando prescribía que “los administradores desempeñaran su cargo con la diligencia de un ordenado comerciante y de un representante leal”. Latía la idea clara de que el administrador de la sociedad gestiona una empresa, con personalidad jurídica propia, de la que no necesariamente tiene que ser propietario. La ley advierte que a quien gestiona estos intereses empresariales cabe exigirle una diligencia mínima, la propia de un ordenado empresario, y, al mismo tiempo, la lealtad de un fiel representante, que en su actuación vela por los intereses de la sociedad.
Es curioso como esta formulación general, tras sucesivas reformas legales, se ha mantenido, esencialmente, aunque desde hace un tiempo tienen un tratamiento diferenciado los deberes de diligencia de los de lealtad. En la actualidad, la regulación de los deberes de diligencia en el art. 226.1 LSC sigue acudiendo al mismo estándar de conducta: la diligencia de un ordenado empresario; y la regulación de los deberes de lealtad en el art. 227.1 LSC también sitúa el estándar de conducta en “un fiel representante”, aunque apostilla que ha de obrar de buena fe y en el mejor interés de la sociedad.
Esta regulación general se completa con algunas especificaciones que la experiencia ha mostrado útiles para ilustrar mejor el alcance de estas exigencias y facilitar el enjuiciamiento cuando se pretenda exigir responsabilidades a los administradores.
Así, como las sociedades de capital no son todas iguales, el órgano de administración puede configurarse de diversas formas y puede haber una distribución de funciones entre los administradores, para calibrar en cada caso el alcance de este estándar general de diligencia de un ordenado empresario, el art. 226.1 LSC apostilla que habrá que tener en cuenta la naturaleza del cargo y las funciones atribuidas a cada uno de los administradores. Y luego ilustra el contenido de esa diligencia haciendo referencia a prestar la dedicación adecuada al cargo; a la adopción de las medidas precisas para una buena dirección y control; y a recabar la información adecuada y necesaria para ejercer esas funciones de dirección y control. Este punto es muy relevante, pues un administrador que haya hecho dejación de funciones, sobre todo en lo que respecta al control de la actuación de los cargos directivos, no puede escudarse en que carecía de información, en que no conocía, cuando estaba en condiciones de conocer si hubiera recabado esa información. Cuestión distinta es que el enjuiciamiento giraría entonces en torno a lo que razonablemente ese concreto administrador, teniendo en cuenta la naturaleza del cargo y las funciones atribuidas, debía haber advertido que tenía que conocer para ejercer su función. También aquí late una cierta tensión entre la especificación e ilustración de las conductas y, al mismo tiempo, la prudencia de acudir a formulaciones amplias y flexibles, que puedan adaptarse a la diversidad de situaciones que la vida societaria puede mostrar en la práctica.
La regulación de los deberes de diligencia se completa con la regla de protección de la discrecionalidad empresarial que, aunque podría haber aflorado también en nuestro país como una solución jurisprudencial, para aumentar la seguridad jurídica se configura por el art. 226.2 LSC con rasgos muy precisos, que ayudan a dar certeza en su aplicación.
Por su parte, el art. 228 LSC ha desenvuelto la formulación general del estándar de conducta asociado al deber de lealtad, mediante una reseña de lo que califica como “obligaciones básicas derivadas del deber de lealtad”, que ilustra muy bien cuáles son las implicaciones más comunes de esa exigencia de lealtad a la sociedad administrada. Esta enumeración, como recuerda la jurisprudencia, no es una lista cerrada, por lo que conductas no descritas en ese artículo 228 LSC podrían merecer la consideración de infractoras del deber de diligencia (STS 613/2020, de 17 de noviembre). Y al mismo tiempo, la última de las obligaciones reseñadas, relacionada con la adopción de las medidas necesarias para evitar incurrir en conflicto de intereses con la sociedad, se completa con los artículos siguientes que regulan con mayor detalle los supuestos en que podría darse conflicto de intereses y, en su caso, el régimen de imperatividad y dispensa.
La regulación legal de los deberes de diligencia y lealtad cumple una doble función. Por una parte, ilustrar y enseñar cómo han de comportarse los administradores en el desempeño de su cargo. Y, al mismo tiempo, pretende facilitar el examen de la responsabilidad consiguiente al incumplimiento de esos deberes básicos. Son dos caras de una misma moneda. Las leyes tienen una función educadora, incluso aquellas que sancionan los comportamientos indebidos, porque ilustran cómo han de comportarse los afectados, en este caso los administradores de una sociedad. Lo cual redunda en la finalidad última de la ley que es evitar la contravención de estos estándares de conducta. La reprensión de estas eventuales contravenciones no se persigue de oficio, sino a instancia de los interesados, afectados de algún modo por esas conductas, para reparar los perjuicios causados. Este derecho a la indemnización de los perjuicios se extiende también a una suerte de acción de enriquecimiento injusto, para reclamar al administrador, en casos de infracción de los deberes de lealtad, que devuelva a la sociedad lo indebidamente obtenido a su costa.
3. No es objeto de este prólogo explicar algo tan básico como lo que acabo de exponer, que además es analizado de forma más completa y fundada en este libro. Si lo hago es para resaltar a continuación que, sin perjuicio de las consecuencias jurídicas del comportamiento de los administradores, las exigencias legales plasmadas en la regulación de los deberes de diligencia y lealtad tienen también un componente ético. De hecho la diligencia y la lealtad son virtudes que, junto a otras, contribuyen a la consecución del “bien”, en este caso en el marco de las relaciones de justicia surgidas por haber asumido la gestión y representación de los intereses empresariales de otro, aunque ese otro sea una persona jurídica.
Cuando se juzga sobre la bondad del comportamiento humano, es preciso desentrañar el bien concreto cuya consecución debe mover el comportamiento del administrador. Sin perjuicio de las concreciones propiciadas por las circunstancias y singularidades del caso, la naturaleza de la relación asumida impone al administrador las mismas dos exigencias que la ley le reclama jurídicamente: actuar con la máxima diligencia, que por tratarse de la administración de una entidad creada para generar una ganancia empresarial, va encaminada a esto; y hacerlo con la lealtad de un administrador fiel, que se traduce en anteponer siempre el interés de la sociedad al propio, lo que puede quebrar en casos en que exista conflicto de intereses.
Los parámetros empleados por la ley para caracterizar la diligencia (un ordenado empresario) y la lealtad (un fiel representante) exigibles a un administrador tienen una carga de valoración ética, en cuanto que atienden a las virtudes que facilitan la consecución de la finalidad perseguida por la institución, de acuerdo con su naturaleza. El ánimo de lucro es consustancial a la sociedad de capital, pues se constituye con esa idea o finalidad. De ahí que el parámetro empleado para medir la diligencia (la de un ordenado empresario) sea el propio de una virtud: no cualquier empresario, sino un buen empresario, que se caracteriza genéricamente por quien de forma ordenada y, por ello, eficiente desarrolla una actividad empresarial. Se trata de un empresario virtuoso, entendido como bueno para la función que debe desarrollar que es empresarial. Por aquello de sintetizar su caracterización en un adjetivo se opta por “ordenado”, aunque su contenido no se agota en lo que comúnmente se entiende por tal (realizar con orden su trabajo), pues tiene también una connotación añadida de eficiencia empresarial. En cualquier caso, incluye ineludiblemente el cumplimiento de los deberes legales que disciplinan el desempeño de su función de administración de una sociedad de capital y, además, la prudencia en la actuación y toma de decisiones que comprometan a la sociedad.
Es curioso como la ley hace referencia a la naturaleza del cargo, en cuanto que el juicio sobre la diligencia exigible en cada caso debe atender a la razón de ser del “administrador de una sociedad de capital”. Acudir a la ratio de la función, a la razón que justifica el cargo de administrador en una sociedad de capital, permite atender a lo que razonablemente lo justifica (la necesidad de que alguien actué por la sociedad, le represente y gestione sus intereses patrimoniales y empresariales) y por lo tanto a lo que se espera que haga y cómo lo haga. Cuando se acude a un término como éste, la naturaleza del cargo, que encierra un grado de abstracción, no sólo debe atenderse a su configuración legal sino también a la realidad de las sociedades existentes, que permite entender mejor en qué consiste el cargo, la función, y, lo que importa más, cómo debe ejercerse o, cuando menos, qué disposiciones debe mostrar el administrador para cumplir la función, para alcanzar la finalidad perseguida. Esto es: para conocer qué le es exigible en cada caso concreto. Así, para juzgar, sería preciso conocer la realidad de esas sociedades realmente existentes para inducir la naturaleza del cargo y, teniendo en cuenta esta naturaleza abstraída, volver a la realidad del caso enjuiciado.
De modo análogo pasa con el deber de lealtad. Para dotar de contenido a la caracterización legal de “fiel representante”, debe atenderse también a la naturaleza del cargo y de la relación con la sociedad. La razón de ser del cargo de administrador de una sociedad de capital también ilustra la singularidad de la representación que asume, su relación con el representado, el grado de discrecionalidad y, lo que ahora interesa más, cómo deben conciliarse los intereses de la sociedad con sus intereses personales cuando puedan confluir. Más allá del gran avance que ha supuesto la ilustración de los casos más frecuentes de conflicto de intereses y de prescribir de forma imperativa el deber de evitar incurrir en este tipo de situaciones, el tratamiento de las dispensas viene marcado por la diversidad de realidades que exigen un tratamiento diferenciado. La misma realidad que muestra cómo no es lo mismo a estos efectos una sociedad abierta o cerrada, también muestra la complejidad de situaciones que con frecuencia impide un tratamiento común y generalizado para cualquier caso.
Estas reflexiones me llevan a concluir algo que para la mayoría es obvio: el enjuiciamiento de unas determinadas conductas de los administradores, mediante la aplicación de estos estándares de conducta, requiere conocer bien la realidad. Conocimiento que permite comprender la naturaleza del cargo, lo que facilita a su vez tener en cuenta las circunstancias del caso. De tal forma que lo ideal sería que quienes juzgamos esta realidad, la conociéramos mejor, pues de esa forma nuestro juicio sería más aquilatado y justo.
4. El conocimiento de una realidad jurídica también se alcanza con el estudio de las reflexiones que los conocedores de la materia realizan en obras como la presente. La virtud de esta excelente obra es que sus autores combinan una sólida preparación jurídica con un conocimiento práctico de los conflictos generados por la administración societaria. Esta combinación dota a sus reflexiones y conclusiones de un grado mayor de razonabilidad, lo que contribuye a una mejor comprensión de los problemas y facilita, en cada caso, la búsqueda de la mejor solución.
 

PARTE I LOS DEBERES DE LOS ADMINISTRADORES DE SOCIEDADES DE CAPITAL ENTRE LA LEY Y EL SOFT LAW
PARTE II LOS DEBERES GENERALES DE LOS ADMINISTRADORES DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
PARTE III LOS DEBERES DE LOS ADMINISTRADORES DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL EN CRISIS
PARTE IV LA RESPONSABILIDAD DE LOS ADMINISTRADORES DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
PARTE V LA PROYECCIÓN DE LOS DEBERES DE LOS ADMINISTRADORES EN LOS SOCIOS

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