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La prueba en el proceso penal. Doctrina de la Sala 2ª del TS

Autor: Antonio Pablo Rives Seva (Coordinador)
Fecha: 05/01/2022 - 7ª edición
Duración: 2.088 Páginas, 2 Tomos + formato electrónico
Precio: 167.37€
159.00€
Sin gastos de envío





Director
ANTONIO PABLO RIVES SEVA / Fiscal del Tribunal Supremo
Prólogo
JOSÉ MARÍA LUZÓN CUESTA / Ex Teniente Fiscal del Tribunal Supremo

SÉPTIMA EDICIÓN. Revisada y actualizada con la colaboración de:
MIGUEL COLMENERO MENÉNDEZ DE LUARCA. Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo
ANTONIO DEL MORAL GARCÍA. Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo
FIDEL CADENA SERRANO. Fiscal de Sala del Tribunal Supremo
JOSÉ MARTÍNEZ JIMÉNEZ. Fiscal del Tribunal Supremo
LUIS FERNANDO REY HUIDOBRO. Fiscal del Tribunal Supremo
RAFAEL ESCOBAR JIMÉNEZ. Fiscal del Tribunal Supremo
PABLO LANZAROTE MARTÍNEZ. Fiscal de la Fiscalía de la Comunidad Autónoma de Murcia
JOSÉ MARÍA RIVES GARCÍA. Magistrado

SINOPSIS

Séptima edición, revisada y puesta al día de una obra en la que se estudian, extractan y ordenan las resoluciones que sobre la prueba penal ha pronunciado la Sala 2ª del Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional y la doctrina de la FGE, con especial referencia a las normas del Anteproyecto de LECrim en la materia.

NOVEDADES

La jurisprudencia de la Sala 2ª del TS y Tribunal Constitucional en los últimos cuatro años. La doctrina de la FGE en ese período afectante a la prueba penal La jurisprudencia sobre la reforma de la LECrim en materia de prueba penal, especialmente la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de regulación de las medidas de investigación tecnológica. Las normas del Anteproyecto de LECrim sobre la prueba.

CARACTERÍSTICAS

La presente obra, actualizada en su séptima edición constituye una valiosa fuente de consulta, indispensable para afrontar el estudio de una fase del proceso tan compleja y esencial como la probatoria.


 
TOMO I
CAPÍTULO I LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA
CAPÍTULO II TRATAMIENTO PROCESAL DE LA PRUEBA ILÍCITA
CAPÍTULO III EL RECONOCIMIENTO JUDICIAL
CAPÍTULO IV EXAMEN DE LAS PIEZAS DE CONVICCIÓN
CAPÍTULO V LA PRUEBA INDICIARIA
CAPÍTULO VI DECLARACIÓN DEL DELINCUENTE
CAPÍTULO VII DECLARACIÓN DEL COIMPUTADO
CAPÍTULO VIII IDENTIFICACIÓN DEL DELINCUENTE
 
TOMO II
CAPÍTULO IX LA PRUEBA TESTIFICAL LUIS FERNANDO REY HUIDOBRO
CAPÍTULO X LA PRUEBA DE PERITOS
CAPÍTULO XI LA PRUEBA DOCUMENTAL
CAPÍTULO XII INTERVENCIÓN DE LAS COMUNICACIONES
CAPÍTULO XIII INTERVENCIONES CORPORALES
CAPÍTULO XIV REGISTRO DOMICILIARIO


Introducción
Resulta evidente la importancia que en el proceso penal ha adquirido el tema de la prueba, siendo en la actualidad la verdadera reina del proceso, pues son más las cuestiones que se plantean sobre su existencia, suficiencia y validez, que las de orden sustantivo.

Esta situación no siempre se ha dado, pues si leemos sentencias anteriores a 1978 era muy raro encontrar cuestiones referentes a la prueba. Fue a raíz de la promulgación de la Constitución de ese año, al proclamar la aplicación directa de los derechos fundamentales con incidencia procesal, particularmente la presunción de inocencia de su artículo 24.2, que obligó a revisar todo el sistema procesal de la LECrim, teniendo que ser reinterpretada a la luz de tales principios constitucionales.

A mi juicio, la relevancia que ha tomado el tema de la prueba se debe fundamentalmente a tres factores:

– En primer lugar, la delimitación jurisprudencial del derecho a la presunción de inocencia del artículo 24 de la Constitución y el principio de libre valoración de la prueba del artículo 741 de la LECrim, que obliga a distinguir el supuesto de existencia-inexistencia de prueba y lo que es el momento de valoración de la prueba.

Esa delimitación conceptual fue realizada con precisión por la STC 31/1981, de 28 de julio, de capital importancia, porque supuso la ruptura del modo de entender el principio de libre valoración de la prueba y se podría decir que constituye el momento de gestación de este cambio por un modelo de prueba jurisprudencial.

«El principio de libre valoración de la prueba –se lee en la sentencia– supone que los distintos elementos de prueba pueden ser ponderados libremente por el Tribunal de instancia, a quien corresponde, en consecuencia, valorar su significado y trascendencia... pero para que dicha ponderación pueda llevar a desvirtuar la presunción de inocencia, es preciso una mínima actividad probatoria producida con las garantías procesales que de alguna forma pueda entenderse de cargo...».

Es decir, si no existe prueba alguna entra el juego la presunción de inocencia; operando el principio de libre apreciación en conciencia, cuando exista cuando menos una actividad probatoria que pueda estimarse de cargo.

Esta afirmación que hoy día está tan asumida, fue difícil de comprender y asimilar a los operadores jurídicos de aquel tiempo, arraigados a justificar bajo el cobijo del principio de libre apreciación de la prueba cualquier déficit probatorio que pudiera existir.

Y es que, como observaba el Voto Particular que formuló el Magistrado Ángel Escudero del Corral a la citada sentencia, «sólo el Juez penal ante el que se desarrollan las pruebas con inmediación y con respecto al cual se pretende un determinado convencimiento íntimo, personal e inviolable, puede pronunciarse sobre el efecto que en su ánimo ha producido la actividad procesal, sin que ningún control sobre el valor de ésta pueda atribuirse al Tribunal Constitucional, que sólo podría tener una impresión incompleta de lo desarrollado en el juicio oral a través de su documentación forzosamente parcial, por tratarse de actuaciones verbales... pues la determinación de lo que es la prueba, como su alcance y efectos, son elementos de la exclusiva valoración del órgano jurisdiccional común».

Y efectivamente, ese Voto Particular concluía que es imposible que el Tribunal a quem compruebe la suficiencia de la prueba de cargo en que se fundamenta el fallo condenatorio del Tribunal a quo, sin invadir la exclusiva competencia de éste en la valoración de las pruebas; tesis que hoy día está totalmente superada.

Como consecuencia de la doctrina que generó esta sentencia, en el año 1985 la LOPJ introdujo el artículo 5.4, que permitió invocar la presunción de inocencia en el recurso de casación. La modificación del artículo 852 LECrim se hizo quince años más tarde, con la Disposición Final 12 de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000.

– El segundo factor fue la elaboración por la jurisprudencia constitucional de la doctrina de la prueba ilícita, iniciada en la STC 114/1984, de 29 de noviembre, que sin apoyatura en precepto legal concreto, sino en referencia a los derechos fundamentales, consideró que «la admisión en el proceso de una prueba ilícitamente obtenida implicará infracción del derecho al proceso con las debidas garantías del artículo 24.2 CE»; doctrina que obtuvo luego consagración legal en la LOPJ, cuyo artículo 11.1 dispone que «no surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violando los derechos o libertades fundamentales»; produciéndose, a partir de este momento una copiosa jurisprudencia para tratar de concretar su alcance, precisando el efecto reflejo de la prueba ilícita, y limitando sus consecuencias con la formulación de la doctrina de la conexión de antijuridicidad, para evitar la clamorosa injusta impunidad a que podría conducir en algunos casos el tenor literal de ese precepto, si se llevara a sus últimas consecuencias.

– El tercer elemento que ha realzado la importancia de la prueba es la exigencia constitucional de motivación de las sentencias prescrita en el artículo 120.3 de la Constitución, que determinó la necesidad de motivación de las cuestiones de hecho.

Ciertamente, antes de promulgarse la CE era muy raro encontrar sentencias que tratasen aspecto referidos a la prueba, ya que la motivación de las sentencias sólo tenía que cubrir el aspecto jurídico, esto es, la calificación o subsunción del hecho en la norma; porque el principio de libre apreciación de la prueba del artículo 741 de la LECrim no solo excusaba, sino que impedía que el Tribunal exteriorizara el proceso íntimo de valoración de la prueba.

Exponente de esto es la antigua Instrucción de la Fiscalía del Tribunal Supremo de 15 de septiembre de 1883, sobre el artículo 741 de la LECrim, que proclamaba que «dicho precepto representa el triunfo del principio de que para el descubrimiento de la verdad, no debe sujetarse el criterio judicial a reglas científicas, ni a moldes preconcebidos y determinados por la Ley, sino que más bien debe fiarse al sentido íntimo e innato que guía a todo hombre en los actos importantes de la vida».

Esas palabras hay que situarlas en el contexto de la época y muestran sin duda el júbilo por la desaparición del tradicional sistema de prueba tasada que aún recogía el artículo 12 de la Ley Provisional para la reforma del Procedimiento Criminal de 1870; y fue sustituido por el de prueba libre en el artículo 653 de la LECrim de 1872, manteniéndose en el artículo 741 de la vigente Ley de 1882.

Surgió así una pacífica doctrina jurisprudencial que proclamaba la no necesidad de motivación de la resultancia probatoria en las sentencias; doctrina que alcanzó su formulación más enérgica en la no tan antigua STS de 10 de febrero de 1978, el mismo año de la CE, que señaló, «de un lado, que el análisis de la prueba es totalmente ocioso e innecesario dada la soberanía que la Ley concede al Tribunal para su valoración, que ha de permanecer incógnita en la conciencia de los juzgadores y en el secreto de las deliberaciones, o dicho de otro modo, que el Tribunal no puede, ni debe, dar explicaciones del por qué llegó a las conclusiones fácticas de que se trate, sino limitarse a exponer y relatar lo sucedido; y, de otro, que esta tarea, además de inusual, insólita y desacostumbrada, no encuentra adecuada cabida en dicha premisa, que debe redactarse dentro de la encorsetada e inflexible normativa legal contenida dentro del artículo 142 de la LECrim».

La promulgación de la CE supuso la quiebra de esa concepción. La necesidad de motivación de la sentencia en el aspecto relativo a la prueba, es una exigencia constitucional ínsita en el derecho a la tutela judicial efectiva. Ciertamente, la consagración en la Constitución de la presunción de inocencia, no ha supuesto la derogación del principio de libre apreciación de la prueba, pero sí ha obligado a hacer lo que se denomina «una recta inteligencia del artículo 741 de la LECrim», pues, se dice, que este precepto no concede facultades a los Tribunales para condenar por sospechas, conjeturas, intuiciones o probabilidades, o aprovechar a los fines probatorios lo meramente impalpable o inaprensible, ni a proceder arbitrariamente, porque el principio de proscripción de la arbitrariedad de los poderes públicos del artículo 9.1 de la CE vincula también al Poder Judicial.

Y así, como se leía en una famosa sentencia de 1997 (dictada en el proceso contra la Mesa Nacional de Herri Batasuna) «no basta la mera certeza subjetiva del Tribunal, pues la estimación de la prueba en conciencia no ha de entenderse como cerrado e inabordable criterio personal e íntimo del juzgador, sino que obliga a una apreciación lógica de la prueba, basada en pautas o directrices de rango objetivo, que aboquen a la determinación de los hechos probados. El Juez debe tener la seguridad de que su conciencia es entendida y compartida fundamentalmente por la conciencia de la comunidad social a la que pertenece y a la que sirve».

Por tanto, hoy día está asentada la necesidad de que toda sentencia penal condenatoria haga un análisis de los medios de prueba que se han utilizado como fundamento de la condena.

En conclusión: Prueba existente, lícitamente obtenida y racionalmente motivada. Estas tres facetas de la prueba constituyen, en definitiva, el objeto del análisis que realiza el Tribunal Supremo en su función casacional y el Tribunal Constitucional en el recurso de amparo, cuando en éstos se invoca vulneración del derecho a la presunción de inocencia; lo que ha originado una abundantísima jurisprudencia encaminada a determinar las condiciones, requisitos, efectos y aún incluso los criterios para la valoración de los distintos medios probatorios, que ha llevado a algún autor a cuestionar el que siga rigiendo en nuestro Derecho Procesal Penal el sistema de libre apreciación de la prueba, «cuando el razonamiento que lleva a la convicción no está exento de control jurisdiccional superior». Así se expresaba ALMAGRO NOSETE en su trabajo «Teoría General de la prueba en el proceso penal» (Cuadernos de Derecho Judicial. La prueba en el proceso penal. Año 1992); que concluía con el interrogante de «si no se estará potenciando la aparición de una versión de las pruebas legales, devaluada por su transformación en pruebas jurisprudenciales»; señalando que «si la característica de la prueba legal es que su valor viene configurado por el legislador, la característica de la prueba jurisprudencial se corresponde con la adecuación de su valor a criterios jurisprudenciales predeterminados».

Y es que efectivamente, la jurisprudencia adquiere aquí un valor que excede del que le otorga el artículo 1.6 del Código Civil de complementar el ordenamiento jurídico, teniendo un carácter auténticamente creador de normas, colmando las lagunas existentes.

Ciertamente, la raquítica regulación de la Ley Procesal sobre la prueba, corregida en parte por las reformas procesales sobre temas puntuales, ha obligado a los Tribunales a asumir este papel creador de normas jurídicas, no solo mediante sentencias, sino por Acuerdos no jurisdiccionales; siendo el ejemplo más patente de esta afirmación, aunque podríamos destacar otros muchos, lo que ha ocurrido en materia de intervenciones telefónicas.

La parquedad del artículo 579 de la LECrim, puesta de manifiesto por el TEDH en sus dos sentencias dictadas en los casos Valenzuela Contreras y Prado Bugallo, donde se condenó a España, fue salvada finalmente en la decisión del propio Tribunal en el caso Abdulkadir Coban contra España, en el Auto de inadmisión de 25 de septiembre de 2006, al considerar que la insuficiencia del régimen legal se complementa por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, cubriendo esa jurisprudencia la exigencia de previsión legal del artículo 8.2 del CEDH, contrariando sus anteriores precedentes en los casos Valenzuela Contreras y Prado Bugallo, en los que condenó al Estado español porque en esos supuestos la jurisprudencia aún no estaba plenamente consolidada.

Afortunadamente la laguna ha sido colmada con la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, cuya Exposición de Motivos reconoce que «el abandono a la creación jurisprudencial de lo que ha de ser objeto de regulación legislativa ha propiciado un déficit en la calidad democrática de nuestro sistema procesal, carencia que tanto la dogmática como instancias supranacionales han recordado», tratando de paliarla con la regulación de las medidas de investigación tecnológica.

También en materia de intervenciones corporales se han dictado importantes leyes: la 38/2002, la Ley Orgánica 15/2003 y la Ley Orgánica 10/2007, reguladora de la base de datos policial de identificadores de ADN; aclarando cuestiones capitales, como el uso de la fuerza.

El Anteproyecto de LECrim de 2011, el borrador de Código Procesal Penal de 2013 y el Anteproyecto de LECrim de 2020 han pretendido dar un paso en la labor de rellenar esas importantes lagunas legales.

Pero sigue existiendo una imperiosa necesidad de llevar al ámbito legislativo lo que son construcciones jurisprudenciales sobre medios de prueba, que es necesario acometer por afectar normalmente a derechos fundamentales: la presunción de inocencia, la intimidad personal, etc., que requiere desarrollo por ley orgánica, y precisa de certeza y claridad que no proporciona la jurisprudencia, al no ser infrecuente que se produzcan sentencias e incluso Acuerdos no jurisdiccionales contradictorios, como ha sucedido con el de 3 de junio de 2015, sobre el valor de la declaración policial del acusado, que deja sin efecto lo acordado en el de 26 de noviembre de 2006; o con el de 24 de abril de 2013 sobre el alcance de la dispensa del artículo 416 LECrim, que fue «modulado» por el Acuerdo de 23 de enero de 2018; y éste cambiado, a su vez, por la STS Pleno 389/2020, de 10 de julio, que afirma que «choca con la naturaleza de la jurisprudencia que ésta sea pétrea, inmutable o invariable, sino todo lo contrario, la jurisprudencia ha de adaptarse a la interpretación más conforme con la realidad social, porque significa marcar el sentido vivo de la ley».

A poco que nos aventuremos en la lectura de estas páginas, podremos concluir que, efectivamente, estamos en un sistema de prueba jurisprudencial, al que se refería el mencionado autor. Ha sido pues la Jurisprudencia, la que ha establecido las condiciones, requisitos, efectos y aún incluso los criterios para la valoración de los distintos medios probatorios, quedando así desvirtuado el sistema de prueba libre o conforme a las reglas de la sana crítica, que nadie discutía hasta que en el año 1981 los operadores jurídicos quedaron sorprendidos con la mencionada STC 31/1981. Queda consolidado ahora un sistema de prueba jurisprudencial que tratando de velar por el respeto de los derechos fundamentales ha contribuido también, de una forma no intencionada, a la inseguridad jurídica, hasta el punto de hacer vacilar en no pocas ocasiones a los Tribunales que, convencidos en conciencia de la culpabilidad de la persona que ante ellos ha comparecido, acusada de delitos gravísimos, han resuelto en declarar su inocencia porque la prueba practicada no se adecuaba a los moldes imprecisamente establecidos, al no haber sido observada tal o cual formalidad; problema que se acrecienta si además, el Tribunal que está llamado por la Ley a unificar la doctrina jurisprudencial, en un mismo día pronuncia sentencias antitéticas sobre temas que no se caracterizan precisamente por su futilidad, sino que por el contrario, afectan a instituciones fundamentales del proceso penal. Pese a ello, no pongo en duda la bondad del sistema, que como ya se ha dicho, respetuoso con los derechos fundamentales, tiene por norte el desterrar toda idea de arbitrariedad, a la que podría conducir una lectura del artículo 741 de la LECrim que no se ajustara a los postulados constitucionales.

En estas páginas nos proponemos exponer la posición de nuestra jurisprudencia sobre las cuestiones más problemáticas que el tema de la prueba presenta diariamente en la práctica forense, limitando tal pretensión al estudio de la doctrina de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, sin perjuicio de las obligadas referencias que han de hacerse a la del Tribunal Constitucional y a las directrices marcadas por la Fiscalía General del Estado; sin desconocer que también la llamada «jurisprudencia menor» de los Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales ha aportado brillantes construcciones y que, por supuesto, el estudio de la doctrina científica resulta imprescindible para conocer la exacta dimensión de toda su problemática; pero su estudio desborda los limitados fines que hemos marcado.



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